La propuesta de matrimonio es una tradición que se practica hasta nuestros días. Generalmente, se invita a familiares, amigos y personas cercanas. Si miramos hacia la época del pueblo de Caná, los galileos de distintas regiones se reunían para presenciar la unión de dos familias.
Las bodas eran grandes acontecimientos, donde el novio y su padre visitaban la casa de la familia de la novia para entregar una dote o precio por ella. Este precio, cabe señalar, era considerable. Además, se presentaba una propuesta escrita que la novia debía escuchar.
Después, el padre del novio ofrecía una copa ceremonial de vino y se la daba a su hijo, quien, con las manos extendidas, entregaba la copa a la novia como símbolo de alegría y respeto. Ante este gesto, ella debía decidir si aceptaba o rechazaba la propuesta.
Si aceptaba la copa, mostraba su disposición a amarlo para toda la vida, y entonces el novio reafirmaba el compromiso bebiendo el vino de la copa. "Ahora estás comprometida conmigo por las leyes de Moisés, y no beberé de esta copa nuevamente hasta que la tome contigo en la casa de mi padre", declaraba el novio.
Con esta promesa, el hombre dejaba a su prometida para ir a construir el hogar en el que vivirían. Generalmente, lo edificaba al lado de la casa de su padre, quien lo guiaría en todo momento. Tiempo después, el novio regresaba, y ella debía estar lista.
¿Te resultan familiares estas últimas palabras? Dios eligió esta analogía de la novia (la Iglesia) para comunicarse con nosotros y transmitir su mensaje. Y como la novia de tiempos antiguos, podemos optar por aceptar seguir sus caminos o rechazarlos. De hecho, en la Última Cena, Jesús dijo algo similar a sus discípulos: “Recuerden lo que les digo: no volveré a beber vino hasta el día en que lo beba de nuevo con ustedes en el reino de mi Padre”.
El precio que pagaba el novio reflejaba no solo el valor de la novia, sino también el poder que él tenía. Jesús selló su compromiso derramando su sangre en la cruz por nuestros pecados. ¡Así de valiosos somos para Él!